viernes, 10 de febrero de 2012

Un abrazo para sellar el perdón



Mari Carmen Hernández, con sus hijas,
tras el asesinato de su esposo, Jesús Mari Pedrosa.
Foto: José María Barroso

Leido en Alfa y Omega:
El de una víctima de ETA a un asesino, arrepentido
Un abrazo para sellar el perdón
Hasta la fecha, diez víctimas de ETA se han visto las caras con terroristas presos, dentro del denominado Programa de Encuentros Restaurativos. Una de ellas ha sido doña Mari Carmen Hernández, viuda de don Jesús Mari Pedrosa, concejal del PP en Durango, asesinado por ETA, el 4 de junio de 2000. Cuenta que necesitaba perdonar

Tenían 13 años cuando se conocieron. La boda llegó 10 años más tarde, pero un cobarde tiro en la nuca, por la espalda, les dejó sin la fotografía de su 34 aniversario. Mari Carmen no olvida aquel día en el que los recuerdos del único hombre de su vida quedaron para siempre congelados en la memoria. Era domingo y la muerte llegó a la hora del aperitivo. Jesús Mari nunca quiso esconderse, y paseaba por su pueblo, siguiendo el mismo recorrido y frecuentando a los mismos amigos. A pesar de que las amenazas se habían incrementado en los tres últimos años, no llevaba escolta; decía que él no era importante. Hacía poco tiempo que este concejal del PP había declarado en una entrevista: «No sé si voy a ir al cielo o al infierno. Procuraré ir al cielo. Lo que sí sé es que lo haré desde Durango».
Del dolor, al perdón
A las 13:20 horas caía abatido por los verdugos de ETA, frente a la ermita de la Magdalena, de Durango. Era el 4 de junio de 2000 y la calle estaba llena de gente. Mari Carmen planchaba la camisa con la que Jesús Mari iría al Ayuntamiento. La radio vomitó la noticia: una persona había muerto de un tiro, en Durango. Desde el principio, supo que era Jesús Mari. Se quedó paralizada. Quedaban pocas semanas para que Jesús Mari llevara al altar a una de sus hijas.
En casa no se hablaba de política y el miedo se soportaba en la intimidad. Cinco años antes, Jesús Mari había padecido un infarto, por lo que su invalidez para el trabajo le permitió volcarse al 100% en las necesidades de su pueblo. Mari Carmen sabía que el Ayuntamiento era su vida. Por eso apenas salió de su boca aconsejarle que lo dejara, a pesar del acoso: dianas, pasquines, pancartas, insultos, llamadas de teléfono a horas intempestivas, vecinos que dejan de saludarte, lugares por donde ya no puedes pasear, agentes de seguridad que no aparecen o siempre llegan tarde...
El asesinato de Jesús Mari cambió sus vidas para siempre. La pesadilla duró un tiempo, pero Mari Carmen se aferró a la fe hasta convertirla en anclaje y motor para aliviar las heridas de su alma. Desde el primer momento tuvo claro que tenía que perdonar a los asesinos de su esposo, porque «ellos no eran culpables de todo ese odio que se les había inculcado desde pequeños». Muchas veces se había dirigido al Sagrado Corazón de Jesús para pedirle una paz en la que la rabia y el odio no encontraran cobijo, porque pocos saben lo difícil que resulta perdonar cuando el que te ha destrozado la vida no da el primer paso. Mari Carmen necesitaba hacerlo: «El perdón no es una obligación, no es el olvido, no es una expresión de superioridad moral, ni es una renuncia al derecho -dice-. El perdón es un acto liberador. Perdonar es ir más allá de la justicia».
Un etarra sin argumentos ante la fuerza de un abrazo
La ocasión de materializar este perdón se le presentó pronto. Un grupo reducido de presos en la cárcel de Nanclares de Oca quería conocer a personas que hubieran sufrido el terror de ETA. Los mediadores penales prepararon estos delicados encuentros, y así es como Mari Carmen se sentó un día frente a un etarra con delitos de sangre. No era el asesino de su marido, pero el gatillo de su pistola también olía a muerte. Las primeras palabras de Mari Carmen se le atragantaron: «Lo que más siento es no tener a mi compañerito del alma conmigo». El etarra apenas atinaba a contarle que, algún día, se lo tendría que contar a sus hijos y que muchas noches no podía dormir. «¿Cómo te sentiste al matar?», le preguntó Mari Carmen. Él le aseguró que, al principio, su único objetivo había sido matar, sin pensar en nada más.
La juventud del etarra le sorprendió («Con esa carita nadie diría lo que has hecho»), y al terrorista le confundió comprobar que esa mujer no le odiaba. Comenzó un dialogo conmovedor. Mari Carmen no ocultó que lo que le movía a actuar así era su fe. Él nunca había estado con una víctima a la que pudiera mostrar su arrepentimiento. Y pidió perdón. Entonces Mari Carmen lo envolvió en un abrazo que le dejó desarmado. Aquella tarde en la prisión de Nanclares, la viuda de Jesús Mari Pedraza rescató a un etarra.
Eva Fernández

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