Al cristiano no le está permitida la desesperación; no le está
permitido dejarse abatir. Pueden caer sus casas, esfumarse sus riquezas:
él se eleva, sigue luchando: lucha contra toda adversidad. Los
espíritus perezosos, agazapados en sus propias costumbres fáciles y
cómodas, se asustan ante la idea de la lucha. Pero el cristianismo
existirá en la medida en que resista la fe en la resurrección. La resurrección de Cristo, que en sí misma nos injerta y nos hace partícipes de Su vida, nos obliga a no desesperarnos nunca. Nos da el secreto para levantarnos después de cada caída. La
cuaresma es –y debe ser- también un examen de conciencia, mediante el
cual podemos contemplar las realidades sofocadas que se agitan en el
fondo de nuestra alma y de nuestra sociedad, donde se aferra la miseria
de un cristianismo que para muchos está hecho de “ordinaria
administración”, sin brío y sin el latido del corazón, como una vela sin
viento. La resurrección de Cristo debe ser el motivo del renacimiento
de nuestra fe, esperanza y caridad: victoria de nuestras obras sobre las
tendencias negativas. La Pasión nos enseña a vencer las pasiones
funerarias para renacer. Renacer cada uno, renacer en unidad de afecto,
con el vecino, con cada pueblo, en concordia con las obras, para
establecernos en el Reino de Dios.
Esto se traduce en una constitución social, a través de un orden que
mediante la autoridad, la ley y las sanciones, actúe por el bien de los
hombres y llegue al cielo, pero a través de la tierra. Y éste se delinea
según un orden divino. Su ley es el Evangelio, que comporta la unidad,
la solidaridad, la igualdad, la paternidad, el servicio social, la
justicia, la racionalidad, la verdad, y la consecuente lucha contra los
atropellos, las enemistades, el error, la estupidez… Buscar el Reino de
Dios es por lo tanto buscar las mejores condiciones para que se exprese la vida individual y social.
Y se entiende: donde reina Dios, el hombre es un hijo de Dios, un ser
de valor infinito, y trata a los otros hombres y es tratado como
hermano, y hace a los demás lo que quisiera que le hicieran a él. Y los
bienes de la tierra son fraternalmente puestos en común, y circula el
amor y el perdón, y no valen las barreras pues no tienen sentido para el
amor universal. Poner como finalidad el Reino de Dios por lo tanto
significa elevar la meta de la vida humana.
Quien persigue como primera cosa el reino del hombre persigue un bien sujeto a rivalidades y contestaciones. En cambio si el objetivo es divino lleva a los hombres a un plano superior a sus rivalidades y los unifica en el amor. Después,
en esa unificación, en esa visión superior de las cosas de la tierra,
también la cuestión de la comida, del vestir y de la diversión asume las
proporciones justas, adquiere un nuevo sentido y se simplifica en el
amor, se tiene la plenitud de la vida. En este sentido también para
nosotros, Cristo ha vencido el mundo.
Igino Giordani Las Fiestas, Società Editrice Internazionale (S.E.I.), Turín, 1954.
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