Queridos hermanos y hermanas: La
lectura que acabamos de
escuchar, tomada de la Carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza
solemnemente
con la palabra apparuit, que también encontramos en la lectura de la
Misa de la
aurora: apparuit – ha aparecido. Esta es una palabra programática, con
la cual
la Iglesia quiere expresar de manera sintética la esencia de la Navidad.
Antes,
los hombres habían hablado
y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había
hablado a
los hombres de diferentes modos (cf. Hb 1,1: Lectura de la Misa del
día). Pero
ahora ha sucedido algo más: Él ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido
de la
luz inaccesible en la que habita. Él mismo ha venido entre nosotros.
Para la
Iglesia antigua, esta era la gran alegría de la Navidad: Dios se ha
manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir a partir
de las
palabras.
Él
«ha aparecido». Pero ahora nos
preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de
la Misa
de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su
amor al
hombre» (Tt 3,4). Para los hombres de la época precristiana, que ante
los
horrores y las contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno
del
todo, sino que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era
una
verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura
bondad.
Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se
preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es
verdaderamente
bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo
bello,
que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha
aparecido
la bondad de Dios y su amor al hombre»: ésta es una nueva y consoladora
certidumbre que se nos da en Navidad.
En
las tres misas de Navidad, la
liturgia cita un pasaje del libro del profeta Isaías, que describe más
concretamente aún la epifanía que se produjo en Navidad: «Un niño nos ha
nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su
nombre:
Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz.
Para
dilatar el principado con una paz sin límites» (Is 9,5s).
No
sabemos si el profeta pensaba
con esta palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece
imposible. Este
es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se dice de un niño,
de un
ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Nos
encontramos
ante una visión que va, mucho más allá del momento histórico, hacia algo
misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es
Dios
poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre
perpetuo. Y la
paz será «sin límites». El profeta se había referido antes a esto
hablando de
«una luz grande» y, a propósito de la paz venidera, había dicho que la
vara del
opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre
serían pasto
del fuego (cf. Is 9,1.3-4). Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como
niño.
Precisamente así se contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que
es paz.
En
este momento en que el mundo
está constantemente amenazado por la violencia en muchos lugares y de
diversas
maneras; en el que siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas
ensan-grentadas, clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido
como niño
y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el
amor
vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser
constructores
de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la
violencia
continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder,
¡oh
Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas
del
opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los
soldados
sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo
nuestro.
La
Navidad es Epifanía: la
manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para
nosotros.
Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando
Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y
una
mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del
misterio de
la Navidad. Francisco de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las
fiestas» –
más que todas las demás solemnidades – y la celebró con «inefable
fervor» (2
Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba con gran devoción las
imágenes del
Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos
dice
Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta de las
fiestas era
la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas de la
muerte y,
de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para el
hombre
un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha
querido
cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de
la fe
con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su
manera de
creer, ha sucedido algo nuevo: Francisco ha descubierto la humanidad de
Jesús
con una profundidad completamente nueva.
Este
ser hombre por parte de Dios
se le hizo del todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios,
nacido de la
Virgen María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La
resurrección
presupone la encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero
hijo de
hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de Asís,
transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor
al
hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo
nueva. En el
niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y
acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo
centro en
una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón. Todo eso no tiene
nada de
sensiblería. Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la
humanidad de Jesús se revela el gran misterio de la fe. Francisco amaba a
Jesús, al niño, porque en este ser niño se le hizo clara la humildad de
Dios.
Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en la pobreza del establo. En
el niño
Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado del amor de personas
humanas, a
las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor.
La
Navidad se ha convertido hoy
en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden el
misterio
de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez.
Roguemos
al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas
deslumbrantes de
este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de
Belén,
para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz. Francisco
hacía
celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y
la
mula (cf. 1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre
se
construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían
paja, los
hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo,
la
carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1
Celano, 87:
Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba
personalmente en
cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los
espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda
una
explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470).
Precisamente el
encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad
crea la
verdadera fiesta.
Quien
quiere entrar hoy en la
iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que
un
tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los
emperadores y los
califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado
solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue
probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero,
sobre
todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea
entrar en
el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en
eso se
manifiesta una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos
conmover en
esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como
niño,
hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos
deponer
nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide
percibir
la proximidad de Dios.
Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el
camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al
corazón
capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo
así, para
poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente
de
nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la
humildad
de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche santa
y
renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible.
Dejemos que nos haga sencillos ese Dios que se manifiesta al corazón que
se ha
hecho sencillo. Y pidamos también en esta hora ante todo por cuantos
tienen que
vivir la Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de
emigrantes,
para que aparezca ante ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les
llegue
a ellos y a nosotros esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo
en el
establo, ha querido traer al mundo. Amén.
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